HOMILÍA
III DOMINGO DE PASCUA
Ciclo A
Hch 2, 14. 22-33; 1 Pe 1, 17-21; Lc 24, 13-35.
«Con razón nuestro corazón ardía mientras… nos explicaba las Escrituras» (Lc 24, 32).
In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal te’ óox p’éel domingo’ ti’ Pascua’. Bejla’e’ te’ tu analte’ Baxo’ob dsíibta’an tumen le Aj Kanbalo’obo’, Kili’ich Pedro tu yáax Ma’alob Péektsil, u kiinil Pentecostés, ku tsolik u bóobat t’aan Ajaw David ti’olal u ka’a Púut Kuxtal Cristo. Te’ Ma’alob Péektsil, dsíibta’an tumen Kili’ich Lucas, ku tasik to’on le bax úuchi u ka’a túul aj kanbalo’ob ti’ Emaús, le úuch xan tu kiinil u ka’a púut Kuxtal Cristo’.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este tercer domingo del santo Tiempo de la Pascua.
Hoy la primera lectura, tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos lleva al día de Pentecostés, a la primerísima predicación del Evangelio, con la buena noticia de la resurrección de Cristo de entre los muertos. Eran como las nueve de la mañana de aquel domingo de Pentecostés, cuando en torno a la casa donde se encontraban los Apóstoles y los discípulos, se reunió una gran multitud de personas venidas de distintas naciones y hablando diferentes lenguas. Los convocó el fenómeno de los fuertes vientos que conducían a aquella casa, así como también el ver salir a los Apóstoles y discípulos hablando y alabando a Dios, de modo que cada uno en la multitud entendía en su propio idioma.
Los antes cobardes e ignorantes salieron de aquella casa llenos del Espíritu Santo, que se manifestó con las llamas de fuego que se posaron sobre cada uno de los Apóstoles. Entonces san Pedro fue, quien ya afuera, tomó la palabra para explicarle a la multitud lo que estaba ocurriendo. Dentro de su discurso habló tanto del ministerio de Jesús, acreditado con los milagros que realizaba, como de su pasión, muerte y resurrección.
Luego Pedro centró su discurso en la profecía que hizo el rey David, más de novecientos años antes, cuando dijo: «Por eso se me alegra el corazón y mi lengua se alboroza; por eso también mi cuerpo vivirá en la esperanza, porque tú, Señor, no me abandonarás a la muerte, ni dejarás que tu santo sufra la corrupción del sepulcro» (Hch 2, 26-27).
En verdad el sepulcro del rey David permanece aún en Jerusalén hasta nuestros días. En sus palabras, David abriga la esperanza que ahora sabemos, y que es para todo hombre; que la muerte no es para siempre, pero que además ya hay un santo, a quien él estaba anunciando, el único que no conoció la corrupción del sepulcro, ese es nuestro Señor Jesucristo. Sin la resurrección de Jesús, las palabras proféticas de David pierden totalmente su sentido y razón de ser.
Claro que, con el paso del tiempo, la Iglesia reconoció que Jesús tampoco permitió que su Madre santísima conociera la corrupción del sepulcro, y esa realidad la Iglesia la ha venerado desde la antigüedad hasta nuestros días; el hecho pues, de que María fue luego llevada en cuerpo y alma al cielo. El día en que Pedro predicaba esto, María se encontraba entre los discípulos, «gratia plena» del Espíritu Santo. Al final, aquella mañana, se convirtieron y bautizaron unas tres mil personas.
Nuestros cuerpos, que viven amenazados por las enfermedades y cualquier posible accidente, pueden vivir en la esperanza, y esta esperanza debe mitigar el temor ante la posibilidad de la muerte. Los buenos cristianos mantendremos siempre la serenidad por esta bella esperanza que ponemos en la resurrección del Señor, que nos alcanzará después de la muerte.
Hemos de rogar al Señor, como ya lo hicimos en esta misa, con el salmo 15: «Enséñanos, Señor, el camino de la vida». ¡Enseña este camino Señor, a quienes nos gobiernan!; ¡enséñalo a los hombres y mujeres de empresa!, pues un nuevo modelo económico se impone, más justo y más respetuoso de nuestra casa común; ¡enséñalo a los educadores para forjar una nueva humanidad más fraterna y protectora de la vida, desde el primer momento de su concepción, hasta el último segundo de su vida natural!; ¡enséñalo a las familias, para que se mantengan siempre unidas!; ¡enséñalo a los individuos, pues cada uno puede recibir de ti la propia inspiración para el debido cambio de vida personal!
De nuevo, Dios nos habla por medio del apóstol san Pedro, pero ahora desde su primera carta, y nos invita a todos los que llamamos «Padre» a Dios, para que vivamos siempre con temor filial durante nuestro peregrinar por la tierra. El «Temor filial» es un santo sentimiento inspirado por el Espíritu Santo, que nos quita los miedos, inspirándonos el respeto a la voluntad de nuestro Padre amoroso.
El evangelio según san Lucas, nos trae hoy el vibrante episodio de los discípulos de Emaús. El mismo primer día de la semana, cuando Jesús ya había resucitado, aunque las mujeres fueron a la casa donde estaban encerrados los discípulos, para darles la buena noticia de la resurrección, éstos dos no creyeron y ya regresaban caminando por la tarde hacia su pueblo de Emaús, la distancia de alrededor once kilómetros. Tal vez si hubieran sido hombres quienes les trajeran la noticia sí les hubieran creído.
¿Por qué Jesús los alcanza en el camino? ¿Se lo merecían con su incredulidad? Jesús miró en ellos a un par de ovejas descarriadas, prefiriendo mejor pensar en todo lo que antes habían dejado por seguirlo a él durante tres años, y en la tristeza que les pesaba en el corazón. No eran malos en absoluto, sino gente buena, a la vez eran realistas ante el hecho del cuerpo destrozado de Jesús, como quedaban todos los crucificados. A veces un realismo exagerado nos puede hacer abandonar la fe y la esperanza. Que no nos vaya a suceder lo mismo con alguna circunstancia difícil. ¡Seamos realistas con esperanza!
Durante el trayecto, después de que los discípulos le explicaron al «desconocido» compañero de camino el tema del que platicaban entre sí, Jesús les comienza a instruir sobre todos los pasajes del Antiguo Testamento que anunciaban su pasión, muerte y resurrección. Cómo al llegar a Emaús, Jesús finge que iba a continuar su camino, ellos lo invitan a quedarse en su casa, porque ya era tarde y comenzaba a oscurecer.
El texto dice de una manera muy sugestiva: «Y entró para quedarse con ellos» (Lc 24, 29). En medio de cualquier circunstancia, en todas las casas, con todas las familias que estén invitando a Jesús a permanecer con ellos, él no se hará del rogar y entrará para quedarse con ustedes.
Viene a continuación el bellísimo momento en el que, al sentarse a la mesa, Jesús toma un pan, pronuncia la bendición, lo partió y se lo dio; en esa Eucaristía doméstica lo reconocen y Jesús desaparece de sus ojos, quedándose en su corazón para siempre.
«Y ellos se decían el uno al otro: ¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!» (Lc 24, 32). El argumento de la oscuridad no los detuvo, para regresar de inmediato a Jerusalén y así reunirse con los Apóstoles y demás discípulos, escuchando así lo que ellos, llenos de gozo les compartían: «De veras ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34). Aquí se refuerza nuevamente el liderazgo de Pedro cuyo testimonio es indispensable y determinante. Ellos por su parte, compartieron la experiencia de cómo Jesús caminó con ellos y cómo le reconocieron al partir el pan.
¡Sea alabado Jesucristo resucitado!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán