Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador

HOMILÍA

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

«Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND)».

Ciclo C

Eclo 35, 15-17. 20-22; Rm 10, 9-18; Lc 18, 9-14.

 

«Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador» (Lc 18, 13).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ k’iinbejsik DOMUND, u k’áat’ ya’ale’ domingo yóok’ol kab uti’al misiones, u k’iinil tu’ux paayalchi’ yéetel áantik taak’in ti’ tu láakal misioneros yaano’ob táanxeb lu’umilo’ob. Beyxan u k’iinil ts’aik tu’ukul u láaklo’one’ex misioneros, tu’ux tsa’ik o’ojeltik Cristo je’e tu’ux yaniko’one’ yéetel je’e ba’ax meyajile’. U T’aanil Yuumtsile’ ku t’aaniko’on ka’a paaychi’na’ako’on yéetel óotsilil.

 

                Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este domingo trigésimo del Tiempo Ordinario. Hoy celebramos el DOMUND, es decir, el «Domingo Mundial de las Misiones», y conmemoramos los 400 años de la fundación de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

 

Como cada año en el DOMUND, el Papa Francisco nos ha enviado un mensaje que ahora lleva por título: «Para que sean mis discípulos» (Hch 1, 8). Ya sabemos que hoy oramos y ayudamos a todos los misioneros, sacerdotes, religiosas y laicos que evangelizan en tierras lejanas, por eso hoy nuestra colecta será enviada a sus misiones para sostenerlos a ellos, junto con los templos, escuelas, hospitales y todas sus obras de caridad.

 

Como en cada DOMUND, escuchamos un pasaje de la Carta de san Pablo a los Romanos, donde nos exhorta a reconocer la necesidad de predicar para anunciar el mensaje del Señor, y nos recuerda las palabras del profeta Isaías: «Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias» (Is 52, 7). Al mismo tiempo, hoy recordamos que cada bautizado es un misionero llamado a dar testimonio de Cristo con su vida.

 

Les comparto tres pasajes del mensaje del Papa Francisco que quiero subrayar. El primero nos habla de no ser misioneros a ratos, sino en todo momento. Dice a todos los bautizados: «a los discípulos se les pide vivir su vida personal en clave de misión. Jesús los envía al mundo no sólo para realizar la misión, sino también y sobre todo para vivir la misión que se les confía; no sólo para dar testimonio, sino también y sobre todo para ser sus testigos. Como dice el apóstol Pablo con palabras muy conmovedoras: «Siempre y en todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,10)». (Mensaje del Santo Padre Francisco por la Jornada Mundial de las Misiones 2022).

 

En el segundo texto, el Santo Padre nos habla de nuestros hermanos migrantes ahora en clave de misión, ya que en verdad muchos de ellos están resultando una fuerza misionera donde quiera que llegan. Dice el mensaje: «Experimentamos, en efecto, cada vez más, cómo la presencia de fieles de diversas nacionalidades enriquece el rostro de las parroquias y las hace más universales, más católicas. En consecuencia, la atención pastoral de los migrantes es una actividad misionera que no hay que descuidar, que también podrá ayudar a los fieles locales a redescubrir la alegría de la fe cristiana que han recibido».

 

En el tercer párrafo que subrayo, nuestro Sumo Pontífice nos llama a poner nuestra vida entera bajo la acción del Espíritu Santo. Dice el mensaje del Santo Padre: «Así como «nadie puede decir: «¡Jesús es el Señor!», si no está movido por el Espíritu Santo» (1 Co 12,3), tampoco ningún cristiano puede dar testimonio pleno y genuino de Cristo el Señor sin la inspiración y el auxilio del Espíritu. Por eso todo discípulo misionero de Cristo está llamado a reconocer la importancia fundamental de la acción del Espíritu, a vivir con Él en lo cotidiano y recibir constantemente su fuerza e inspiración».

 

A propósito de la necesidad y deber de orar por nuestros misioneros, la Palabra de Dios nos invitaba el domingo pasado a la perseverancia en la oración, y a reconocer el poder intercesor de la misma. Hoy, en cambio, la Palabra nos dice que una condición indispensable para que la oración llegue hasta Dios es la humildad del corazón.

 

                La primera lectura de este domingo está tomada del Libro del Sirácide, llamado también Eclesiástico. Como ustedes sabrán, este texto está colmado de frases llenas de sabiduría que ilustran el espíritu de los creyentes. Dice al respecto: «El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias» (Eclo 35, 15). Los humanos en cambio, con frecuencia valoramos a la gente de acuerdo a su vestido, a su dinero, a su poder o a su puesto en la sociedad, sin embargo «la mirada de Dios no es como la mirada del hombre» (1 Sam 16, 7), porque Dios conoce el interior de las personas, mira lo que hay en su corazón. Así que el más humilde e insignificante en el mundo puede ser el más grande a los ojos del Señor, mientras que el más poderoso, ante Él puede ser el más vacío en su interior.

 

                Dice luego el texto: «La oración del humilde atraviesa las nubes» (Eclo 35, 20-22). Hay personas que son inalcanzables, que difícilmente las pueden encontrar y tocar por el común de los mortales, pero a Dios todos lo podemos alcanzar con una sencilla oración, porque Él se encuentra en nuestro interior. San Agustín, el gran obispo del siglo IV, confesaba todo el tiempo que él anduvo buscando a Dios fuera de sí con sus complicados razonamientos, y que cuando al fin lo encontró, se dio cuenta de que siempre lo había tenido dentro de sí mismo.  Por eso con el salmo 33 que hoy recitamos, podemos proclamar que: «El Señor no está lejos de sus fieles y levanta a las almas abatidas».

 

                En el santo evangelio de hoy según san Lucas, Jesús presenta en una parábola, el modo en que rezaban en el templo un fariseo soberbio y un publicano humilde. Su enseñanza fue verdaderamente revolucionaria, porque en ese tiempo todo mundo hubiera pensado que la mejor oración era la del fariseo, porque pertenecía a un grupo en el que de forma rigurosa y hasta excesiva, guardaban todos los preceptos de la ley en lo que respecta a diezmos y ayunos; en cambio todos tenían a los publicanos por pecadores para los cuales no había remedio ni salvación.

 

                El fariseo en su oración que hacía de pie, daba gracias a Dios por él mismo, por todos los méritos y virtudes que creía tener. Juzgaba a todos los pecadores del mundo, de quienes se sentía muy distinto y distante, incluyendo a ese publicano que andaba por ahí. La oración humilde en cambio, es la de aquel que no se atribuye a sí mismo ningún mérito y que no juzga a nadie, sino que se presenta como el primero de los pecadores. En el mundo de la política es muy común que quien gobierna juzgue mal al gobernante anterior, sobre todo si era de otro partido. Pero un buen cristiano nunca debe hablar mal de otro, ni siquiera dedicándose a la política, pues son las acciones las que deben acreditarlo.

 

                El publicano estaba bien convencido de su indignidad para poder presentarse ante el Señor, por eso se queda lejos y reconoce la grandeza de Dios, por lo que no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Él se sabe pecador, por eso se golpeaba el pecho, y en su oración suplicaba: «Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador» (Lc 18, 13).

 

                No trates de negar tus pecados, no intentes quitártelos, mejor deja que el Señor en su misericordia te los borre. Para un buen hijo de Dios que hace, dice y piensa siempre cosas buenas, sólo le falta «la cereza del pastel», que consiste en reconocerse como pecador, pues si ha hecho el bien hasta ahora debe saber que ha sido por la gracia de Dios que lo ha salvado; y ha de ser consciente de que mientras viva, el tentador seguirá continuamente asechando sus pasos.

 

                Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!  

 

 

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán

 

 

 

 

 

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