XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo B
Is 50, 5-9; Sant 2, 14-18; Mc 8, 27-35.
“El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga” (Mc 8, 34).
In lak’e’ex ka t’ane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel kimak óolal. Bejlae’ u kili’ich t’aan Yuumtsile ku tsikbatik ti toon tu yo’olal le kili’ich cruzo’. Joljeake’ ti ya’abkach jejelas naach kajobe’ tu k’imbesajo’ob le kili’ich cruzo’. Bejla’a ka’ache u kimbesajil ko’ole vi dolores. Ba’ale bejlae’ domingo, le je’elaj ti yaan tu yo’ok’ol je makalmak k’imbesaje’. Bey xan, ti tulakale’ex ka anak junp’eel ki ool k’imbesajil le independencia.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo vigésimo cuarto del Tiempo Ordinario, en esta víspera del día de nuestra independencia, fiesta nacional por antonomasia.
Ayer, 14 de septiembre, se celebró en la S. I. Catedral de Yucatán la bajada del Cristo de las Ampollas, y lo hicimos en un día en el cual en muchos lugares se celebra la Santa Cruz, mientras que el día de hoy se celebraría a Nuestra Señora de los Dolores, si no fuera domingo.
La Palabra de Dios hoy gira en torno a la cruz de nuestro Señor Jesucristo. La primera lectura tomada del Libro del Profeta Isaías, presenta la figura de un hombre injustamente torturado, que se ofrece voluntariamente al martirio, reconociendo en esto la voluntad de Dios. Igualmente, Cristo se entregó al martirio que él mismo había profetizado.
Isaías describe el martirio con las siguientes palabras: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos” (Is 50, 6). ¿Cómo pudo el profeta escribir con siglos de anticipación esta perfecta descripción de la pasión de Cristo, de la cual brinda más adelante otros pormenores proféticos? Luego el profeta continúa expresando que aquel hombre sufriente no perdía la confianza en el Señor que le hacía justicia.
El salmo 114 que hoy recitamos proclamando: “Caminaré en la presencia del Señor”, hace que cada hombre que sufre pueda tener la misma seguridad del mártir que profetizaba Isaías. Quien confía en el Señor, en las peores circunstancias podrá decir: “Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante, porque me prestó atención cuando lo llamaba”. Es la fe en un Dios que no está lejos de quien sufre y deposita en Él su confianza, pues: “El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo. El Señor guarda a los sencillos, estando yo sin fuerzas me salvó”. Cada persona que sufre, que cree en Dios y confía en Él, es una verdadera figura del Mártir del Calvario.
En el santo evangelio de hoy, según san Marcos, los apóstoles le dan testimonio a Jesús de que la gente tiene ideas erráticas sobre su persona, diciéndole: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas” (Mc 8, 28). Hoy en día sigue habiendo ideas erráticas de la gente acerca de Jesús de parte de quienes jamás han leído los santos evangelios, de los que no frecuentan los sacramentos o de quienes ni siquiera hacen oración.
La idea más errática que esta de moda en la actualidad es la de aquellos que dicen creer en Cristo, pero no en su Iglesia. Un Cristo sin Iglesia es inconcebible; esto es algo imposible, ya que Cristo fundó la Iglesia y anunció que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (cfr. Mt 16, 18). La Iglesia es el cuerpo de Cristo en la tierra, en el cielo y en el purgatorio, y aunque los cristianos cometemos pecados tan graves como los de cualquier persona, él sigue estando con nosotros tal como lo prometió (cfr. Mt 28, 20).
Las maravillas que suceden en la Iglesia no se pueden atribuir a nosotros, pecadores, sino a la Cabeza de la Iglesia que le comunica su santidad. Sin embargo, ni los graves pecados y escándalos provocados por algunos ministros de la Iglesia, ni los de todos los laicos, pueden destruir a la Iglesia y a las promesas de Cristo. De igual manera, nuestra santidad no es lo que da validez a los sacramentos que realizamos y a la Palabra que proclamamos, sino la presencia de Cristo en medio de nosotros, junto con la vida del Espíritu Santo que anima y vivifica al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
En nombre de todos, Pedro es el que confiesa la verdad: ¡Jesús es el Mesías!, es decir, el Cristo, el Ungido, el Elegido, el Consagrado del Padre. Luego Jesús les anuncia por primera vez su próxima pasión en la que morirá y después resucitará. Los judíos esperaban un mesianismo de tipo político que vendría a acabar con los romanos, así como con todos los enemigos de los judíos. También los apóstoles se imaginaban que Cristo iba a terminar como un rey triunfante en Israel, por lo que nunca hubieran pensado en la cruz para su Maestro. Pedro trata de disuadir a Jesús de esa idea, llevándoselo a parte, pero él lo reprende mirando a los demás discípulos, porque sabía que todos sentían y pensaban igual que Pedro.
Duras fueron las palabras de Jesús dirigidas a Pedro: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres” (Mc 8, 33). Todos ellos debieron escucharlo, porque ellos siendo buenos, estaban juzgando según los hombres, así como nosotros también ¡cuántas veces no juzgamos según Dios, sino según los hombres! Con criterios materialistas, egoístas y de todo tipo, alejados del juicio de Dios, aconsejamos de este modo a los hijos, hermanos, amigos, haciendo el servicio de Satanás y no el de los ángeles.
Después Jesús se dirigió a sus discípulos y a la multitud invitando a quien lo quiera seguir a renunciar a sí mismo, a tomar su propia cruz (pues no hay dos cruces iguales) y a ir en pos de él. Ante todo, nos asegura: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). Lo más seguro es que no nos toque morir mártires, pero perdemos la vida a cada paso cuando en vez de elegir lo que más nos agrada o conviene, hacemos lo que le agrada al Señor, así como lo que le hace bien a nuestro prójimo.
La segunda lectura de hoy tomada de la Carta del Apóstol Santiago, nos habla de la fe auténtica. La fe no puede reducirse a razonamientos inteligentes ni a sentimientos emotivos, ni mucho menos a palabras bonitas. Por una interpretación equivocada, sacada de contexto y por leer al pie de la letra la Carta a los Romanos, algunos creen que san Pablo enseñaba que las obras no sirven para nada, pues la sola fe es la que salva; pero la enseñanza de san Pablo queda muy clara cuando dice: “En Cristo Jesús no tienen valor, ni la circuncisión, ni la incircuncisión, sino la fe, que actúa por la caridad” (Gal 5, 6). Es lo mismo que enseña el apóstol Santiago al decir: “muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras te mostraré mi fe” (Sant 2, 18).
Ante las grandes desavenencias sobre la reforma del poder judicial, los Obispos de México nos hemos pronunciado y decimos al final de nuestro comunicado: “Hacemos votos para que el senado de la república, tomando en cuenta su gran responsabilidad y la trascendencia del tema, se dé el tiempo suficiente para reflexionar con profundidad analizar con prudencia y reconstruir el diálogo con todos los sectores de la sociedad más allá de partidismos innecesarios contemplando el bien de la nación a fin de que avancemos a una reforma integral que incluya a las fiscalías, los tribunales locales, el respeto a la carrera judicial así como la justicia federal tan necesaria para nuestro país”.
Lamentablemente, este mensaje como muchos otros, no fue tomado en cuenta y la reforma siguió adelante hasta ser aprobada. Esto ha dejado dividida a nuestra nación, con la convicción en una gran parte de la población de que este resultado termina con la necesaria separación y autonomía de los poderes democráticos. Por eso, más que nunca urge nuestra oración por México, junto con el compromiso de todos por el bien común, la justicia y la paz.
En este mes de la Patria, olvidémonos de partidos y de ideologías, en cambio, pidámosle a Dios que nos dé a todos un auténtico fervor patrio.
¡Que viva México, tierra de Cristo Rey y de santa María de Guadalupe!, especialmente hoy en día, en una tierra plural en la que debemos aprender a convivir todos con todos, con verdadero respeto fraterno.
Que tengan felices fiestas. ¡Sea alabado Jesucristo!
Arzobispo de Yucatán