HOMILÍA
II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Is 49, 3. 5-6; 1 Cor 1, 1-3; Jn 1, 29-34.
«Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 29).
In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Te’ domingoa’ ok k úuyik ba’ax ku yalik Juan Bautista ti’olal Jesús. Jun p’éel ma’alob toj t’aan yéetel jajil. Kexi’ kak toj óolte’ u ti’al dsa’ak ma’alob t’aan ti’olal Jesús, yéetel ma’ k ch’a’ak súubtal ti’olal Leti’.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este segundo domingo del Tiempo Ordinario.
Hoy el santo evangelio según san Juan, nos presenta el testimonio del Bautista, su experiencia de encontrarse con Jesús y de haberlo bautizado. Cuando Juan vio a Jesús les dijo a sus discípulos: «Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Este testimonio es muy breve pero muy sustancioso, pues encierra una enorme verdad: muchos corderos se habían sacrificado en busca del perdón, incluso hasta sacrificios humanos se realizaron a lo largo de los siglos en todos los pueblos de la humanidad; pero sólo el Cordero de Dios podía quitar el pecado del mundo; de hecho lo quitó y lo sigue quitando.
El poder salvador del Cordero es permanente y dinámico, porque sigue actuando en todos los que le acepten como Salvador. Sólo una vez se inmoló en la cruz, y este poder redentor de la cruz es permanente. Por eso, antes de la comunión, el sacerdote muestra la hostia consagrada a la comunidad reunida y repite las palabras de Juan con la misma autoridad y verdad: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).
Otro testimonio del Bautista sobre Jesús es acerca de su preexistencia. Nadie puede seriamente negar la existencia histórica de Jesús de Nazaret, tan atestiguada a lo largo de estos veinte siglos. Afirmar su preexistencia es afirmar su divinidad. Si Jesús fuera solamente hombre, por más sabio y poderoso que hubiera sido, no nos hubiera podido redimir. Si nos redime es porque es Dios hecho hombre. María, todos los santos y todos nosotros colaboramos en la obra de la redención haciendo y enseñando el bien, pero sin Cristo a la cabeza no hay redención.
Luego, Juan el Bautista da testimonio de haber visto descender al Espíritu sobre Jesús en forma de paloma cuando lo bautizó. Así Jesús fue ungido por el Espíritu, no por Juan, y desde entonces fue reconocido por sus discípulos como el «Cristo», es decir, el ungido, para realizar su misión redentora. Juan afirma que de antemano se le anunció esa visión con la que reconocería al Mesías. Desde entonces los que somos discípulos de Cristo, sabemos que, aunque no lo veamos, el Espíritu desciende en cada bautismo sobre cada bautizado. Con este testimonio, Juan termina afirmando abierta y explícitamente que Jesús es el Hijo de Dios.
El testimonio de Juan es de gran autenticidad, pues al hablar de estas cosas sobre Jesús, sus propios discípulos podrían abandonarlo para irse con él, como ya algunos lo habían hecho. Pero irse con Jesús no significa abandonar a Juan, sino hacer pleno caso de su enseñanza. El mayor triunfo para los padres cristianos es acercar a sus hijos a Cristo. Es triste, pero hay padres de familia que quieren que sus hijos se acerquen a Cristo, pero no «demasiado», y hasta parecen tener miedo de que sus hijos sigan decididamente el camino de la santidad.
Las palabras del profeta Isaías en la primera lectura sólo pueden entenderse si se aplican al Hijo de Dios, cuando dice: «Tú eres mi siervo, Israel: en ti manifestaré mi gloria» (Is 49, 3). En verdad la gloria de Dios se manifestó y se manifiesta hoy en Jesús. La profecía se sigue cumpliendo: «Te voy a convertir en luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra» (Is 49, 6). Su salvación hoy continúa llegando al corazón de quien lo acepta y lo recibe.
El Salmo 39 presenta el motivo de la Encarnación, pues Jesús más que nadie, puede decir lo que hoy proclamamos: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». En la carta a los Hebreos en el capítulo 10 versículos del 1 al 10, queda muy clara la aplicación de este salmo 39 hacia la persona de Cristo. Él es el nuevo Adán, pues el primer Adán no obedeció al Creador. Jesús es el nuevo modelo del ser humano, que obedece a Dios; y María su Madre, es la primera en imitarlo al decir: «Yo soy la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Luego al enseñarnos como buena madre: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2, 5), nos da la mejor lección que una madre puede dar.
Jesús es el mejor ejemplo y testimonio de sumisión total a la voluntad del Padre. Hoy en día se valora y se exalta tanto la libertad individual, que muchos afirman que se vuelve incuestionable el hecho de que cada persona pueda hacer cuanto quiera. ¿Nosotros, a qué nos queremos someter? ¿A nuestros propios antojos y apetencias? ¿A lo que otros nos sugieran o nos manden? ¿A lo que está de moda? No hay mayor libertad que someternos de buena gana a la voluntad del Padre.
Por otra parte, en la segunda lectura comenzamos con la Primera Carta de san Pablo a los Corintios, que seguiremos leyendo domingo a domingo en continuidad hasta concluirla. Junto a Pablo se encuentra Sóstenes como compañero de apostolado. Luego menciona a los destinatarios: «A todos ustedes, a quienes Dios santificó en Cristo y que son su pueblo santo» (1 Cor 1, 2). Con todo derecho los bautizados podemos incluirnos en esta definición, porque a todos Dios nos santificó en Cristo; y quien diga que no vive en santidad, cuando se decida, puede iniciar. Además, el mismo Pablo incluye «a todos aquellos que en cualquier lugar invocan el nombre de Cristo Jesús».
La santidad es un llamado para todos y cada uno de los bautizados. Nuestra santidad comienza desde el momento mismo del Bautismo. Los bautizados tenemos todos los medios para alcanzar esta santidad. Dice el Concilio Vaticano II: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (LG 11).
El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica «Gaudete et exsultate» (alégrense y regocíjense) nos animaba a todos a ver la santidad más a nuestro alcance, de una manera más cotidiana, diciendo: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, la clase media de la santidad» (GE 7).
Luego al final de su texto introductorio, san Pablo saluda a los corintios con palabras similares a las que usamos los sacerdotes cuando recibimos a la comunidad en cada liturgia hasta la actualidad, diciendo: «La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Cristo Jesús el Señor» (1 Cor 1, 3).
Sigamos orando por la paz en el mundo, para que no haya una nueva guerra; también para que cesen todas las expresiones de violencia que se dan por todas partes, especialmente las que suceden en México, como todo lo sucedido recientemente en Sinaloa.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán