Hoy ha llegado la salvación a esta casa

HOMILÍA
XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo C
Sab 11, 22 – 12, 2; 2 Tes 1, 11 – 2, 2; Lc 19, 1-10.

«Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 10).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ le Ma’alob Péektsilo’ ku tsikbaltik u baal’ob bix úuchik k’exik u kuxtal Zaqueo, chen leti’ k’expaji’ ka’a tu k’aamaj Jesús tu yotoch. Ma’ tu k’eya Jesús utial u k’exik u kuxtal, wa ma chen tu u’uyaj u Ta’an Jesús ka tu jelpaja’ u kuxtal. Le k’ak’as máako’obo’ ku k’amiko’ob u sa’asíip’il wa ku k’exiko’ob u kuxtalo’ob.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo trigésimo primero del Tiempo Ordinario. Tal vez hoy algunas familias vayan a anticipar su visita al cementerio para venerar a sus difuntos. En esta Eucaristía dominical les acompañamos desde hoy orando por el eterno descanso de sus seres queridos.

Quienes pertenecen a grupos delictivos o que hayan amasado grandes fortunas a base de corrupción, injusticia y fraudes, pueden quizá sentirse religiosos por tener el culto a la llamada «Santa Muerte», así como también por abundar en imágenes religiosas, por creerse seguros por acudir con brujos o adivinos, que por dinero les hacen buenos augurios. Pero en el fondo todos ellos saben que obran mal y su conciencia, aún en voz baja, se los seguirá reprochando. Como seres humanos que son, llevarán siempre el vacío de Dios. Sin embargo, para todos ellos, no importa los crímenes que hubieran cometido, siempre será posible el encuentro con el Señor y la conversión; pues si se arrepienten de corazón y se disponen a cambiar de vida, la misericordia del Señor les alcanzará.

De eso precisamente trata el santo evangelio de hoy. El domingo pasado Jesús nos contaba en una parábola donde oraban un fariseo y un publicano en el templo; el Señor ponderó la oración del publicano por su humildad y el reconocimiento de sus pecados. En esta ocasión, en cambio, no se trata de una parábola sino de una experiencia real, de un hombre publicano que al encontrarse con Jesús, se dispone a un verdadero cambio de vida.

Fue toda una experiencia para aquel jefe de publicanos llamado Zaqueo, pero también lo fue para su familia que recibió a Jesús, lográndose así una conversión familiar; además de haber sido también toda una experiencia para los Apóstoles que tuvieron el atrevimiento, junto a Jesús, de entrar a la casa de un publicano aceptando ser criticados por los «buenos judíos», lo mismo que su Maestro lo iba a ser.

Dice el texto que, cuando Jesús iba atravesando la ciudad de Jericó, Zaqueo quería conocerlo. Seguramente había oído hablar de los milagros de Jesús, pero también del contenido de su enseñanza, quizá guardando la esperanza y la disposición de un posible cambio de vida. Nunca pensó en que aquel hombre de Galilea fuese Dios encarnado, pero oía decir que se trataba de un gran profeta, tal vez el Mesías.

Como era bajo de estatura la gente no le permitía ver, por lo que corrió delante de la multitud y se subió en un árbol, para ver a Jesús cuando pasara por ahí. Eso me hace pensar en las miles y miles de personas, que han hecho proezas para ver al Papa en sus visitas a los distintos países del mundo; pues hasta la gente más formal y de alta alcurnia, llega a perder su «glamour» con tal de ver al hombre de Dios.

Este hombre se trepó a un árbol, y seguramente no fue el único que subió a un árbol o a un techo, aunque al parecer era el más necesitado y dispuesto a un cambio de vida. Cuán grande debe haber sido la sorpresa de Zaqueo cuando Jesús al pasar, se detiene, lo mira llamándolo por su nombre y le dice: «Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa» (Lc 19, 5). Jesús «tiene que hospedarse», porque quiere dar una gran lección a quienes lo observan para criticarlo, así como una gran enseñanza a quienes lo siguen para imitarlo.

El Papa Benedicto XVI decía en su discurso inaugural de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Aparecida, que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. Eso es lo que le pasó a Zaqueo; su curiosidad por ver a Jesús ya era un llamado en su interior, por lo que el subirse a un árbol fue su respuesta contundente; lo demás ya lo hizo Jesús en aquel encuentro.

Dice el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium que: «Sólo gracias a ese encuentro – o reencuentro – con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad» (EG n. 8). Autorreferencialidad significa referirlo todo a uno mismo, y poco o nada a los demás. ¡Cuántos bautizados habrá que no se han encontrado con Cristo, que les hace falta el reencuentro con su amor!

En ningún momento Jesús regaña a Zaqueo ni le echa en cara su comportamiento, pero por la amistad que Jesús le demuestra, éste cae en la cuenta de lo que debe y quiere hacer para liberarse del mal, correspondiendo a la amistad del Señor; entonces le dice: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si en algo he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más» (Lc 19, 8). Del convencimiento del amor de Dios viene el arrepentimiento y la conversión.

Cuánta gente alejada de Dios se mantiene en su estado de vida porque se autocondena o porque los demás los condenan y señalan. Es por eso que para buscar la conversión de los pecadores no podemos ir con la espada desenvainada de la condena, sino con la propuesta del amor de Dios, con la comprensión y dulzura de una madre, pues evangelizar se trata de ser portadores del amor paternal de Dios como hijos suyos, así como del amor maternal de la Iglesia como miembros suyos que somos.

Ya lo decía el Libro de la Sabiduría en el pasaje que escuchamos hoy en la primera lectura: «Te complaces de todos, y aunque puedes destruirlo todo, aparentas no ver los pecados de los hombres, para darles ocasión de arrepentirse… Tú perdonas a todos, porque todos son tuyos, Señor, que amas la vida…» (Sab 11, 22 – 12, 2). También lo proclamamos en el salmo 144 que hoy se canta: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar».

Hemos iniciado el décimo primer mes del año. Ya faltan pocas semanas para que termine este año litúrgico y por eso hoy iniciamos con la lectura de la Segunda Carta de San Pablo a los Tesalonicenses. Una de las temáticas que aborda el Apóstol en la primera y la segunda carta para aquellos cristianos y para nosotros, es acerca de la segunda venida del Hijo del hombre, y estando en el declive del año civil, más aún, del año litúrgico, nos conviene retomar esta enseñanza. Hay predicadores que han basado su discurso en el infundir miedo a la gente por el fin del mundo; hoy en día hay además predicciones catastróficas sobre lo que puede acontecer a nuestro planeta por la gran contaminación ambiental y la escasez del agua potable.

Un buen cristiano no se debe alarmar, ni por una ni por otra predicación o predicción. Dice el texto de hoy en la segunda lectura: «Por lo que toca a la venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestro encuentro con él, les rogamos que no se dejen perturbar tan fácilmente. No se alarmen ni por supuestas revelaciones, ni por palabras o cartas atribuidas a nosotros, que induzcan a pensar que el día del Señor es inminente» (2 Tes 2, 1-2).

Por otra parte, por lo que se refiere al momento actual del deshielo de los polos, la contaminación ambiental y la escasez de agua potable, lejos de angustiarnos, hemos de convertirnos y comprometernos a nuevos estilos de vida, que salven nuestra tierra, tal como ha invitado el Papa Francisco en su Encíclica Laudato Si’. Los cristianos tenemos además la fuerza de nuestra esperanza, que nos exige poner nuestro mejor esfuerzo, pero sobre todo poner nuestra total confianza en el poder del Señor.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

 

 

 

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